Ya estaba desayunado, bañado y cambiado... La mochila en orden.
Nuestro protagonista sabía que durante toda la mañana había estado perdiendo el tiempo.
Era temprano... ¡en algún momento realmente lo era! pero por alguna razón desconocida y misteriosa los instantes se fueron esfumando sigilosamente.
Sin darse cuenta otra vez se le hizo tarde, la aguja del reloj no mentía...
"Son las 7:51", es el pensamiento que voló por su mente luego de fijar la mirada en su muñeca.
Y el tren pasará puntual por la estación a las 7:53...
En cualquier momento se escuchará la bocina de la locomotora riéndose de él y su mala puntualidad.
"No hay chances..."
Solo dos minutos quedaban para transitar vertiginosos trescientos metros, mitad civilización, mitad campo hasta la parada del ferrocarril.
Empecé a correr, aún pensando que mi esfuerzo no tendría mucho sentido, pero valía no esperar otros 34 minutos.
Una misión virtualmente imposible que desafiaba los límites de mis reflejos matutinos.
Tal Coyote persiguiendo al Correcaminos el tiempo seguía pasando...

Se divisa a lo lejos la vieja y modesta estación, con su visitante de turno entrando ya, puntual, a paso ligero...
Fue ahí cuando maldije los dos minutos que habré perdido haciendo quién sabe qué pelutodez...
Valiosos segundos que significaban la diferencia entre encontrarme arriba del tren... o abajo.
La formación arranca y su velocidad impone respeto.
Haber llegado a la meta no alcanzaba... Mis esperanzas se desvanecían.
Me estaba quedando solo en el andén... solo yo y mi reloj.
Pero de repente, algo mágico sucede. No se bien por qué.
Quizás alguien haya observado atento mi fabulantástica pseudo-maratón, o la expresión de desilusión en mi rostro.
Escuché un silbato... y el tren con pesadas ruedas de trayectoria en aceleración se fue deteniendo.
Levanté la mirada...
El guarda me miró y me dijo: "subí pibe... subí"